domingo, 9 de septiembre de 2012

Historias para vivir




Como todos los días, Mario subió las escaleras de su edificio, prendió la luz del pasillo y sacó las llaves que guardaba es su bolsillo derecho.
Unos susurros lo hicieron detener unos pasos antes de su puerta. Estaba cansado y lo único que deseaba durante todo su recorrido del trabajo hacia su casa era poder acostarse y dormir; pero su curiosidad era más fuerte.

-             Ya hice lo que me pediste – murmuró el joven desalineado.
-             ¿En el río? – preguntó el viejo, vecino de Mario, quien tenía una voz gruesa, muy particular, de esas que son difíciles de olvidar.

Hace unas semanas que Mario presenciaba situaciones extrañas, ruidos nocturnos, y percibía que su vecino estaba más nervioso que siempre. Nunca compartió su forma de vida, ni su personalidad, malhumorado, antipático, grotesco, y por sobre todo, lo que más le molestaba era su soberbia.
Quizá fue el odio acumulado que le tenía a su vecino, o la curiosidad que lo invadía, o hasta el aburrimiento de la rutina en la que se había convertido su vida. Lo concreto es que esa noche decidió embarcarse en una historia policial que lo tenía al él como protagonista y al viejo soberbio como autor de algún delito, que estaba dispuesto a revelar.

Entró a su casa despacio, sin hacer demasiado ruido, no quería que su vecino lo escuchara y sospechara que él había presenciado esa oscura charla.
Estaba dispuesto a revelar todos los secretos y misterios que escondía, para descubrir quién fue la persona asesinada y por qué motivo terminó o terminaron con su vida.
La primera decisión que tomó fue seguir cada uno de los pasos de su vecino, cada vez que un compañero del trabajo pedía un cambio de turno, él estaba dispuesto, creía que de esa forma podía tenerlo más controlado y así saber que hacia a mañana, a la tarde y a la noche. 
Desde el primer día, anotaba todo en una agenda, y cuando llegaba a su casa lo analizaba. Luego de unos días, descubrió que el viejo no era tan distinto a él, sí en sus actitudes y en su forma de ser, pero también era muy solitario y llevaba una vida bastante rutinaria.
A la mañana desayunaba en la cocina, Mario observaba eso por la ventana que daba a un ventiluz de la casa de su vecino; luego salía a pasear a su perro y se encerraba en su casa a ver tele hasta aproximadamente las cinco de la tarde. A esa hora, cada dos días, hacía las compras necesarias. Siempre compraba pocas cosas, como si buscara una excusa para tener que volver a salir. A la noche, comía en la cocina, en la misma mesa donde desayunaba, veía alguna serie estadounidense, y a eso de las doce de la noche se iba a dormir.

Durante muchos días, Mario creyó que todos sus esfuerzos eran en vano, ya que no había nada interesante, sorprendente o mínimamente curioso en la vida del viejo como para investigar por ese lado. Pero un día, mas precisamente un jueves, no se fue a dormir a las doce de la noche, sino que se puso un saco gris, unos guantes y un gorro por el frió. Caminó, rápidamente, cuatro cuadras por la avenida, dobló por Esmeralda y caminó tres cuadras más. Entro a un bar bastante oscuro, chico, solo habían dos mesas ocupadas con personas jugando a las cartas, un mesero y una música que se escuchaba muy baja, desde lejos, parecía ser tango. Mario, para disimular, se sentó en una mesa.
-             ¿ Desea tomar algo señor? – le consulto el mozo.
-             Sí, un whisky por favor.
-             Enseguida se lo traigo. ¿Es la primera vez que viene acá señor? – preguntó el mozo, como si no supiera cuales eran las personas que siempre frecuentaban el lugar.
-             Sí, me queda cerca de casa, pero esta es la primera vez que vengo – contestó Mario.
Para su asombro, su vecino no se sentó en ninguna mesa, ni se encontró con nadie, solamente entró, por unos minutos, al baño del lugar y regresó a su casa.
Esa actitud ya le hubiera parecido rara a cualquier persona que lo estuviera observando y siguiendo, pero encima Mario notó que esta misma situación extraña la repetía cada quince días exactos.

Sabía que la única forma de terminar con esta intriga y de resolver ese misterio era llegar antes al bar, entrar al baño y esperar a que llegué su vecino, para ver con quién se encontraba, qué hablaban, o qué intercambiaban.
Seguirlo por el barrio, despertarse más temprano, cambiar horarios con compañeros de trabajo, implicaba un esfuerzo pero no ponía a prueba su valentía. A él le fascinaba ver o leer historias policiales, de suspenso, y creía estar a la altura de las circunstancias para tener una verdadera; pero lo cierto era que cada jueves que llegaba antes al bar, no se animaba a entrar.

Pasaron dos meses para que el protagonista de esta historia de investigación pudiera tomar coraje y enfrentarse con la verdad. Todavía hoy, luego de cuatro años, sigue arrepintiéndose de entrometerse en la vida de ese viejo soberbio.
Viene dos veces a la semana, cuarenta minutos cada sesión, y todavía no logro que me cuente qué vio ese jueves en ese baño. Lo único que me contó es que esa conversación nunca fue lo que él pensó, pero que lo llevó a descubrir algo mucho más oscuro e inimaginable.
De lo que estoy segura es que de cada experiencia se rescata o aprende algo. A Mario le hubiera gustado aprenderlo de otra forma, pero maduró y entendió que no vivía en la realidad sino que escapaba de ella a través de su imaginación, durante muchos años había encontrado en esas historias creadas por su mente una forma de seguir adelante con su vida, pero había llegado la hora de vivir su propia historia.


Carolina Migliorini.

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